Decidir serlo, no es cosa sencilla. Implica determinación, pero también deseo de asumir y hacer frente a las consecuencias involucradas.
No es tan simple como enrollarse por las mañanas, juguetear con un ovillo de lana o lanzarse raudo frente a la presencia de una pelota de trapo o un ratón.
Hay algo de sometimiento velado oculto tras las bambalinas de su libertad ilusoria.
En ocasiones oí decir que a diferencia del perro, el gato no se domestica, te domestica a ti. Hay una especie de doble domesticación involucrada en el contrato que se suscribe entre el ser humano y el gato, un sometimiento mutuo que escapa de cualquier convencionalismo.
Sin eliges ser mi gato no deberás pensar mucho en los detalles de tu nuevo status (los gatos no piensan). Simplemente deberás mírame de lleno a diario, con tus ojos almendrados e inmensos, arquear la cola de vez en cuando, curvar la espalda y emitir un ronroneo que asemeje un mugido cuando la timidez de mi mano se pierda en la brevedad de tu pelo.
Luego deberás abrir el hocico, lentamente, como quien se apresta morder y no se decide a ello. Deberás decir "miau" cuando sientas la necesidad de mi compañía (quizá diga lo mismo cuando perciba la necesidad de la tuya).
Por las noches dormirás recostado sobre la calidez de mi ordenador mientras escribo. Y soñarás un sueño en el que consigo conciliar el sueño y te sueño a su vez en un sueño distinto y sin complicaciones.
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