Hablé contigo después de mucho tiempo
tu voz no era ni el recuerdo de aquella voz
que cantaba en el coro
entre las misas matutinas y las novenas.
Tu mirada tampoco.
No éramos esa noche tú y yo.
Tampoco nosotros.
Apenas dos extraños
hablando cada cual un lenguage distinto
como dos extranjeros
que derrepente se encuentran en un país lejano
perdidos.
Cada uno con sus propias palabras y gestos
que ya no te pertenecían ni a ti ni a mi
sino a probablemente a otros.
Tú me mostraste las grietas de tus nuevas arrugas
y yo te expuse la simplicidad de mis incipientes heridas.
Aquella velada combinamos de manera imperfecta
tu estirada compañía y mi persistente soledad.
He venido para dar por concluída esta historia -te dije.
No la escribas más -contestaste.
Entonces reparé en que hace mucho había dejado de hacerlo.
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