lunes, 21 de noviembre de 2011

Diario de un perro azul (XXII)


Debías darte por enterado.
Notificado. Con cargo de recepción o silencio administrativo negativo, en un sentido diferente al jurídico.
Negativo para tu corazón, para tus expectativas, para aquello que considerabas "legítimo". Para lo "esperable", si querías hablar en términos económicos.
Deberías sentarte y reflexionar qué es lo que razonablemente esperaría un sujeto promedio en tu lugar.
"Recuerda que alguien que te hace sentir mal, no vale la pena", te dijo en una carta.
Debías reflexionar cuánto de cierto había en esa frase. Quizá establecer una ponderación, aún cuando te enfrentaras al problema de determinar qué es posible ponderar y que no.
Deberías estar cansado de revisar cada 20 minutos tu ordenador, de buscar de una respiración, de procurar un latido.
De nada te servían esas largas noches encerrado en la soledad de tu habitación. Vivías como un ermitaño, como un preso a voluntad, esperando a que alguien te abra la ventana para darte por enterado que el sol existe. Y la luna. Y las estrellas.
 Tenías que tomar fuerzas. Estirar el brazo por ti mismo. Descorrer aquella persiana. Bañarte en ese rayo purísimo de luz. En ese sol, en esa luna, en esa estrella.
Nunca más volverías a sentirte solo. Nunca más. Nunca.
Nadie podría acusarte de no haber luchado. Hasta la necedad. Hasta el olvido.
Hay batallas que no se pueden ganar solo. Existen victorias que no pueden ser de uno, sino de dos.
Uno no debe sentarse a esperar un tren que sabes de antemano, por ese destino, nunca llega.

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