sábado, 17 de julio de 2010

Teoría de la sopa (capítulo 1)

¿Recuerdas la noche que me invitaste a tu casa entre arrebatos, disfuerzos y alguna que otra sonrisa? De aquella velada tengo grabado en la mente el olor que expedía la comida, la sobriedad de tu mesa, tu manera de colocar los cubiertos y la inútil batalla en la que se enfrentaron poco tiempo después los fideos y nuestros labios.
Probablemente el atuendo que llevabas aquel día era el que convencionalmente utilizabas para ir al trabajo. No obstante, mi mentalidad ermitaña y de macho egocéntrico barajó por unos minutos una posibilidad distinta: que vestías aquella ropa de modo ex profeso. Que aquella noche te preocupaste de lucir particularmente bonita. Que no era una casualidad esa elaborada combinación de colores, el detalle de tu maquillaje recién repasado, el insufrible aroma que despedía tu cuerpo.
La cena transcurrió sin novedades. Mas bien con mucha risa. Debo hacer una precisión en ello: si bien generalmente suelo mirar a las personas a los ojos cuando converso con ellas, no ocurre igual cuando me río. Hay algo que no termino de comprender, una razón desconocida, una especie de fuerza oculta que me hace desviar la mirada una vez que mi boca se tuerce en una sonrisa.
Contigo ocurrió exactamente lo contrario: me gustaba mirarte mientras sonreías.
Todavía intento procesar la razón: quizá por observar la manera tan graciosa cómo se curvaba tu boca, quizá por la complicidad que se arrastraba en el ambiente o la tranquilidad de la situación que destruía en mi cualquier atisbo de aprehensión.
Había desde que iniciamos nuestras conversaciones algo que nos unía, una especie de pasado común que nos marcaba de manera violenta y que dirigía el curso de nuestros encuentros. No obstante aquel día hablamos muy poco de ello. Cosa extraña, pues lo que antes parecía una necesidad apremiante, se convertía ahora en una suerte de tema de segunda categoría. Algo de lo que en todo caso preferíamos no mencionar. ¿Había algún motivo que pudiera ser más importante que observar la forma en que reías?
Descubrí que había olvidado los tiempos en que sonreía de esa manera. No sabría definir de manera exacta las sensaciones que provocabas en mi, pero lo cierto era que proporcionabas bienestar a mi alma. Si hubiera sido médico hubiera sentenciado como en aquella novela de Kundera: "se receta al paciente una dosis diaria de bienestar en el alma: una cucharadita al levantarse y otra antes de dormir".
Me mostraste algunas viejas fotografías. Habían dos que particularmente llamaron mi atención. Tenías en la primera tal vez catorce o quince, me contaste que una amiga tomó aquella foto a modo de ardid para fotografiar a un antiguo novio. Lucías pícara, emocionada, rodeada de un halo casi virginal. En la segunda en cambio aparecías algunos años después, quizá de diecisiete o dieciocho. Me contaste que era una de aquellas fotos sin sentido, de las que uno se toma sin pensarlo, como jugando. Pensé mucho tiempo cuales habrían sido las circunstancias de aquel día: de qué manera te levantaste, con quienes interactuaste, cuál fue la razón que motivó que te encerraras en tu habitación, sonrieras de esa manera y captaras ese momento.
El resto de la noche transcurrió de manera extraña. De pronto nos pusimos ambos serios. Me dijiste adiós y me explicaste las razones por las que era conveniente no seguir viéndonos. Yo asentí con la cabeza y simulé total entendimiento. Luego me acompañaste hasta la puerta donde me despediste.
La noche no terminó ni en caricias ni en besos sino mas bien en un intercambio de castas sonrisas.

No hay comentarios: