"Me vas a perder", dijiste.
No era verdad. Te había perdido desde el momento en que decidí ingerir esa primera pastilla y recrear una ilusión en mi mente, en mi corazón. Desde que sus efectos inhibidores comenzaron a disolverse al interior de mi estómago, desde que comencé a sentir el primer cosquilleo en el cuerpo, el ardor en el rostro, el tic tac en la frente. La mentira tiene patas largas. En mi caso, acabó asfixiándose entre ellas.
No. No era verdad. Te había perdido desde mucho antes del día en que me sentí realmente perdido. Tal vez mucho tiempo atrás. Desde el momento en que intenté ganarle a mi mente -no se puede ganar a la mente ("¿tampoco al corazón?" dijiste)-. Desde el instante en que decidí aguardar a la salida de clase, con una historia bajo el brazo y preguntarle "¿Tendrá tiempo de leer esta historia?". Desde el momento en que él me sonrió, abrió los ojos verdes muy grandes y me dijo muy bajo "No tienes que llamarme de usted, puedes decirme Iván".
No. Te había perdido tal vez muchos años antes, desde el momento de mi concepción nunca deseada, desde los recuerdos de mi infancia tantas veces cuestionada, desde el instante que sentí por primera vez la orfandad, desde aquella primera vez y quizá la última.
"Me vas a perder", dijiste. Pero ya te había perdido.
Tú y yo somos simples juguetes de las circunstancias. Dos soldaditos de plomo con los que se entretienen los ángeles haciéndonos bailar en los días de lluvia.
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