Aquél
bien podía haber sido el lema que acompañó mi niñez. Entre nosotros no estaban
permitidas las caricias ni los besos. Apenas el brusco apretón de manos con el
que nos saludábamos al encontrarnos o nos despedíamos una vez finalizadas las
reuniones familiares. Hasta el día en que se marchó mamá.
Ni bien
nuestras miradas se encontraron, me di cuenta de que tu antigua rudeza había
desaparecido.
Llegué
hasta a ti a tiempo para sostenerte entre mis brazos, para ocultar la explosión
de tu llanto que se confundió con el mío.
Entonces
comprendí que también tú habías muerto.
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