lunes, 25 de febrero de 2019

Historia de una vagina

Y amaneció. El sol lamía el contorno de sus pies. Entonces se percató que era muy tarde.
Habías dormido no sé cuántas horas ¿tal vez nueve o diez?
Se estiró lenta, parsimoniosamente, como un gatito angora dispuesto a darse un baño de lengua.
Entonces se percató que estaba sola.
"¿Por qué no quiere dormir conmigo?", se preguntó. Los hombres que había conocido hacían prácticamente fila, por tener ese privilegio. Recordaba haber concedido ese placer a algunos cuántos, que luego desaparecieron.
"¿Por qué Joaquín era diferente?"
Rememoró por unos instantes la manera absurda como se conocieron. Ingresó por equivocación a una clase de economía. De esa mañana recordaba algunas frases sueltas y sus ojos, sobre todo sus ojos que parecían comerse el vacío con una mezcla de desazón y tristeza.
Se estiró a lo largo de su sábana. Su cama se le antojó inmensa y se sintió de pronto una enana, a pesar de tener las piernas muy largas, larguísimas.
"Largirucha", le decían en la escuela. Con el tiempo esas piernas flacas se volvieron torneadas y doradas y sus compañeros dejaron de burlarse de ella y comenzaron a invitarla a salir.
Fue mas o menos en esa época donde se le reveló el poder de su sexualidad turgente: un profesor en la escuela decidió aprobarla luego que le permitiera observar sus pechos por encima de su blusa durante unos segundos.
El mundo de los varones se le reveló a partir de ese momento predecible, eran como niños sencillos de manipular, a veces ni siquiera había necesidad de hacer algo, sino simplemente fingir como si "estuviera a punto de pasar algo" para obtener lo que deseaba.
Hasta el momento en que conoció a Joaquín.
Acababan de terminar una discusión. Ella a modo de reconciliación le propuso sexo intentando sentarse sobre sus piernas al tiempo que levantaba su vestido y colocaba su ropa interior a un lado.
Joaquín la deslizó entre sus piernas y la colocó suavemente sobre el asiento. Ella no podía creerlo.
"No", le dijo en voz muy baja, casi en un susurro. "Los hombres de verdad no se enamoran de una carita o de una vaginita bonita", le había dicho aquella tarde. "Debes encontrar aquello que te diferencie de las demás, que te haga feliz, única, irrepetible".
Entonces no lo entendiste. El fin de semana siguiente como para castigar la indiferencia de Joaquín te acostaste con un muchacho que conociste en una verbena de la universidad.
El sol volvió a lamer el contorno de tus pies. Debías levantarte. Pensaste que estaría haciendo Joaquín en ese preciso instante. Lo imaginaste durmiendo con uno de esos pijamas horrorosos -tan poco sexies- que solía usar y que te sacaban siempre una sonrisa piadosa. Sentiste nostalgia. Y sin darte cuenta lo comenzaste a extrañar.
"Lo odio", dijiste para tus adentros e imaginaste todas las posibilidades de castigarlo con otros cuerpos. Te levantaste y metiste a la regadera. El agua de la ducha caía en gruesas gotas tristes, que mojaban tu espalda, tus pechos, tu vagina, tus muslos, tus pies. Te calzaste y pusiste un vestido de marca (de ésos que te hacían sentir importante, sofisticada, deseada). Asomaste tu cabellera castaña por el resquicio del alfeizar. Luego giraste la manija de la puerta y te deslizaste con mucha agilidad hasta la calle. Pensaste en que quizá al día siguiente podrías detenerte a pensar en las palabras de Joaquín. "Hay tiempo, siempre hay tiempo", dijiste para tus adentros, como si recitaras en silencio el rosario. Después de todo, el día estaba tan soleado y se veían tan lindas las sandalias de marca que te acababas de comprar...

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