Hoy te vi, cómo ha pasado el tiempo. Te reconocí apenas salí de la boca del metro, "Has engordado", fue lo primero que te dije, tú me contestaste que me veía igual. Nos dimos un fuerte abrazo, luego nos miramos a los ojos. Intenté reconocer algo en tu mirada, quizá una respuesta a tantas preguntas que tenía guardadas desde hace mucho tiempo sin contestar. "Me miras tan fijo que parece que me quisieras hipnotizar", dijiste con una sonrisa nerviosa. Lo intenté, pero no podía quitarte la mirada de encima. Seguía buscando algo, hasta que desalentado, finalmente desistí.
Nos hicimos las consabidas preguntas y respuestas. Tú por mi familia, yo por la tuya. Luego de haber intercambiado información nos quedamos ambos en silencio por mucho tiempo. Me invitaste a tomar un café, tal vez una copa. Caminamos en silencio por calle y avenidas. Te pregunté si todavía leías. Me dijiste que no, que apenas tenías tiempo para dormir, que salías casi de madrugada del trabajo. Me hablaste de tu mujer y tus hijas. Una se llamaba Nadia. El nombre me pareció peculiar y te pregunté por el. "Como la Nadia de la novela de Julio Verne", me contestaste. "¿Te acuerdas que tenía una colección de libros que mi madre me regaló?". Yo moví la cabeza en sentido negativo. No obstante mentía. Lo recordaba con toda claridad. ¿Cómo podía olvidar esas mañanas cuando nos escabullíamos con Cecilia hasta tu habitación a que nos hicieras jugar con tus juguetes que por aquel entonces nos parecían asombrosos? Recordaba con meridiana claridad cada cosa, cada momento, cada detalle, como aquella vez que contrajiste aquella enfermedad que te mantuvo en cama por muchas semanas. Cecilia era apenas una chicuela y tu un niño de ocho o de diez, pero bajaba diligente a conversar contigo todas las mañanas. Quizá te quería ya desde ese entonces. "No recuerdo nada de eso", volví a decir.
En el café me mostraste las fotografías de tus hijas, me preguntaste si eran lindas. Las observé en silencio y no supe qué decir. Las veía posando para la cámara con sus largas cabelleras y sus piernecitas delgadas. Cecilia jamás tuvo hijos, siempre dijo que no le gustaría tenerlos, que aborrecía ños niños, pero todos sabíamos que decía eso de la boca para afuera. Estábamos seguros que si tú se lo hubieras pedido, ella hubiera accedido. Del mismo modo que accedió a todas las demás cosas que le pediste, que le hiciste y que nosotros leímos mucho tiempo después en las páginas de sus diarios que encontramos bajo su cama, cuando ya muerta, cuándo ya no valía la pena intentar efectuar un reclamo, conseguir tus descargos, desempolvar un recuerdo que era mejor dejarlo de esa manera.
Miré la fotografía de tu mujer. La observé por largo tiempo pensando qué tenía de diferente que consiguió que te enamoraras de ella. Le encontré los defectos uno a uno. Los enumeré en silencio en mi mente y me deleité por un instante descubriéndolos. Cuando terminé me sentí triste. No importaba cuántos defectos le encontrase, lo cierto era que tú te quedaste con ella, que jamás quisiste a Cecilia, que simplemente la utilizaste para satisfacer tu virilidad de muchacho adolescente, que luego permitiste que continuara enamorada de ti por mucho tiempo, para continuar utilizándola, mancillándola, humillándola, haciendo que se sintiera una puta por el simple hecho de quererte, cómo se quiere en los cuentos, en las historias de dragones y hadas.
Pero seguramente tú ya habías olvidado todo eso. Del mismo modo que habías olvidado la ocasión en que te invitó a su quinceañero, lo nerviosa que se encontraba por bailar contigo, porque te vieran sus amigas, por presentarse correctamente maquillada y vestida para que repararas en ella como mujer y no más como una niña. Reparaste sí en la mujer, pero destruiste a la niña. Eso tampoco recordabas.
Luego de un tiempo la conversación se fue degenerando hacia otros temas. Me preguntaste si tenía novia. Te respondí que sí. "Ah, pero ese no es un impedimento", me dijiste. "Recuerda que ojos que no ven, corazón que no siente". Luego me hablaste de las casas de putas que habían en Madrid, de las mujeres que habías conocido y las que querías conocer. Me pregunté en qué momento olvidaste que apenas unos minutos atrás me hablabas orgulloso de tu mujer y tus hijas.
Yo te miraba callado mientras pensaba cómo Cecilia pudo estar tan engañada. Cómo pudo vivir toda su vida (incluso su muerte) enamorada de un sujeto de esta calaña. Qué pensaría si lo tuviera frente a sí en este momento. Que pensaría en este mismo instante por el simple hecho de observarme frente a él, tomándome una taza de café como si le hubiera perdonado. No Cecilia, en mi corazón no le he perdonado. Quizá tú si. Quizá donde estás, tu ya lo has hecho. Pero aquí en la tierra, donde yo me encuentro no puedo encontrar la paz.
A la mitad de la cena no pude resistir más. Me levanté de improviso y le dije "Me voy". Me observó asustado con sus ojos castaños y gordos. No intentó retenerme. "Está bien", me dijo. Salí corriendo del local. El viento me daba de lleno en la cabeza, en el cuerpo. Había un largo trecho para caminar pero no me importaba. Luego empezó a llover y sentí que se mojaba mi cabeza, mi frente, mi nariz, mis mejillas. Había olvidado el paraguas. No se en que momento comencé a correr. Quizá en el instante que me percaté que no era la lluvia lo que tenía en el rostro, sino que llevaba ya mucho tiempo llorando. Me pregunté si habría iniciado ese llanto poco tiempo antes de despedirme o después. No importaba. Llegué a mi piso con el corazón desbocándose de mi pecho. Intenté contenerme, pero ya era muy tarde. Las lágrimas se formaban en mis ojos y resbalaban por mis mejillas como queriendo escapar de mi cuerpo.
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