viernes, 14 de diciembre de 2012

Relación causal

Ayer te vi, seguías con el mismo vestido organdí de la última vez, tu calzado perfecto, la mirada perdida, tus atroces combinaciones de carteras y zapatos a la que me tuviste acostumbrado.
Salías de tu clase de ballet. La noche era oscura, quizá no me viste.
Te divisé ni bien di la vuelta a la esquina. No estabas sola. Yo tampoco.
Hay una suerte de relación causal entre mi imaginación y tu vida. Entre tu vida y mis sueños. Entre tus sueños y nuestro pasado. Entre mi pasado y aquél futuro. Entre aquella canción que me pediste jamás revelar y tu sonrisa que desde aquel extremo, me mira.  

domingo, 9 de diciembre de 2012

Sueño de abril

Te recuerdo, como salido de un sueño de abril. Tu sonrisa, tu ojos entrecerrados, tus manos arrugadas extendiéndose, felices, como queriendo atrapar entre tus dedos esos ojos pequeños que reían.
Parecía más bien un orfanato de niños en vez de un asilo de la caridad para viejos. Adentro era día de visita y los ancianos reían. Algunos vestían sus mejores galas: corbatas pasadas de moda y raídos trajes que les daban a su figura un aspecto mitad cómico y grotesco. Llevábamos zapatos en una bolsa y algo de comida y ropa en la otra. Ni bien nos divisaron se acercaron a nosotros con prisa. El lugar olía a gastado, a olvido, a muerte.
- Gracias, gracias, decían. Gracias jovencito, gracias mi niñita.
No había pasado ni un minuto y la bolsa de zapatos se encontraba casi vacía. En la fila, seguía el turno de un anciano en silla de ruedas cubierto con una manta.
- ¿Cuánto calzas?
- Son mi talla.
Atrás de él, otro anciano, miraba con ojos angustiados cómo su ultima oportunidad de tener un calzado decente se iba por un cántaro.
- Le falta una pierna.
- ¿Cómo?
- Que le falta una pierna.
Nos miramos sin comprender. Luego levantamos la manta y comprendimos.
Le regalamos el último par de zapatos al segundo anciano. Era lo más justo. Le prometimos traerle algunos para él solo, en la siguiente oportunidad. Nos contó que se llamaba Domiciano. Que había sido pescador. Que de niño vivió el norte. Que se casó una vez y que su mujer murió siendo él muy joven. Que nunca volvió a contraer matrimonio y que no obstante, seguía usando su sortija. Que no tenía hijos y que, desde que perdió la pierna, ya casi ni salía. De eso hace casi ya más de diez años. Nos contó que la comida era escasa pero nunca faltaba y lo más difícil de conseguir era el azúcar. Nos quedamos con él hasta muy tarde, el día de visita había acabado ya hace muchas horas.
- ¿Son ustedes novios?
Formuló la pregunta de improviso. No supe que decir y miré al suelo.
- No, respondió ella prontamente. Quizá demasiado aprisa.
- Pues si él no sea apura, quizá podrías ser mía.
Nos reímos todos.
Al despedirnos estreché efusivamente su mano. Era áspera. Reparé que sentado me llegaba casi a la altura del hombro. Parado debía ser un gigante. Pero en la silla de ruedas lucía pequeño, indefenso.
- Hasta luego niñitos, nos dijo. Ella le regaló una sonrisa.
Prometimos regresar, pero no recuerdo bien que pasó y no lo hicimos. A la primavera siguiente cuando finalmente volvimos, preguntamos por él a la enfermera.
- ¿No sabían? Murió la semana siguiente, después de que ustedes vinieron. Dejó algo para la señorita.
Cuando abrimos el paquete encontramos un pañuelito percudido y en su interior una descolorida sortija.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Vaca

Tu cielo, mi mar, tu arena, aquella pequeña palmera, la casa de tu abuelo, el libro que se salvó del naufragio, tus recuerdos mancillados, tu sexo inaccesible, el mío, nostálgico.
Mis manos, tus pies ligeros, tu boca, una mirada, tu sonrisa, mi vacío, el recuerdo de tu esperanza, aquella plegaria, tu manifiesto, los cuatro punto cardinales, la dirección a la que volví tantas veces, tu pequeña casa de ladrillos, el conejo que salvé de la muerte, tu inocencia, aquella agenda que todavía conserva mi número, el pequeño trozo de papel donde aún guardo el tuyo.
Mis pastillas, las tuyas, tus cortinas de colores vivos, la terapia que jamás iniciamos, aquél baile postrero, el recuerdo de tu abuelo, tu olor, el mío, que se confunde entre los destellos de tu olfato, casi extinto, tus ojos entrecerrados, la noche que decapita toda esperanza, mi sol mil veces dibujado, aquella luna, trasnochada, tus estrellas, en el techo, señalando el camino, hacia el mar.
Olvídalo. Es sólo una vaca dibujada en la pared.